Ella había
compartido con otros antes, siempre fue igual, siempre le gustó le gustó la
energía abrazadora y sanadora, el vértigo, las cosquillas en la panza, pero
nunca fue así. En aquel momento, quién sabe por qué, fue distinto.
La primera vez que lo vio era de noche, en el silencio
él parecía más grande e imponente, pero pudo reconocer en aquellos breves
minutos toda la inmensidad de su ser.
Tal vez fue el fuego que crispaba como deseoso o las
mujeres entregadas a su alrededor, aquella fue una noche muy fuerte donde el
dolor fue quemado en pos de una transmutación, niñas llorando dolores antiguos,
quitándose capas de linaje sucio, oculto y sangriento, vestigios de penas
guardadas generación tras generación, quizás fueron las lágrimas de sal de
aquellas mujeres las que llamaron su atención, ella sólo sabe que cuando lo vio,
él estaba allí como un oculto y silencioso espectador.
Fueron cuatro días, el romance sólo duro cuatro días, unas
pocas horas que le cambiaron la vida.
Al otro día no se encontraron, pero ella lo escuchaba
de lejos, lo oyó reír con carcajadas abiertas y sinceras, hasta creía verlo
sacudirse el cabello al reír, no estaba segura. Más entrada la noche lo escucho
contar una historia de otros tiempos, de nativos del lugar, de guerreros y
doncellas indias en caballos negros y salvajes, de abuelos sabios que eran
escuchados, de tribus hermanas que reunían en las sierras cercanas para
unificar pensamientos y honrar a sus ancestros. Hasta creyó oírlo llorar en un
murmullo calmo muy a la madrugada.
El real encuentro se dio el tercer día, aquella mañana
ella lo escuchó gritar, muy enojado, lo conoció en su violencia, hasta parecía
peligroso. Ella me confesó que le dio miedo, no sabía el motivo de su enojo
pero el alboroto de su ira se hacía sentir, hasta los árboles, transmisores de
su voz, repetían como un eco con ademanes escandalosos sus palabras. Luego se
fue calmando y para el momento del encuentro la tormenta ya había pasado. Ella
fue donde él, se paró delante, lo miró largo rato y él la dejo ser. Se miraron,
se olieron, se sintieron, se reconocieron como dos seres vivos llenos de amor,
el silencio fue su testigo. Él fue el primero en avanzar, la envolvió de los
pies a la cabeza con su cuerpo entero, ella lo dejó; él la mojó y ella bebió
néctar; él le susurró y ella sucumbió al llanto, plácida y entregada. Así fue
como, entre fluidos salados y dulces, se selló este amor. Ella prometió volver,
él prometió esperarla.
El último día se despidieron de mañana, con el sol
entregando diamantes a los cuatro rumbos y un suave viento cómplice alborotándoles
el alma.
No hubo palabras, sólo miradas, él le dio obsequios
que trajo de sus viajes y tenía bien guardados, durante mucho tiempo, para la
mujer de sus sueños; ella le entregó su rubí seco, cristal mágico interno,
sangre de su sangre, brillo manifiesto de sus progresos, néctar de sus deseos.
Ella nunca volvió a ser la misma, piensa en el mar
durante el día y durante la noche, siente un mar en su ser.
Así fue como el mar la hechizó.
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